lunes, 4 de enero de 2016

Horns




Atraído por mi candidez sempiterna, el aburrimiento y un fascinante cartel que elucubraba una combinación de mitología y misterio con un cásting sumamente aceptable, caí. Así es, queridos amigos, he de reconocer que caí.
Mi fascinante Providencia me quiso advertir que esquivara lo que me disponía a hacer cuando, al darle al play, se bloqueó el dvd. Tozudo como buen pueblerino que soy, ignorando señales, me empeñé en reanudar el proceso. Y volvió a fallar. Y yo volví a reanudarlo. Una vez. Y otra. Y otra. Hasta que la fuerza que me protegía, viendo lo cazurro de su protegido, optó por despejar la vía a mi emperrado albedrío y que mi propia decisión acabara por darme de bruces. Cosa que hizo, y bien fuerte.
Aparecieron en pantalla dos jovencitos abrazados que, tras un breve diálogo, desaparecen, comenzando la trama. Trama que pese a ser una inconmensurable cagada, sin darte reiteradamente más aliciente que presionar desesperado el botón de stop y dedicar tu tiempo a otra cosa, de un modo inexplicable, me mantuvo expectante hasta el final de la película. Quería saber cómo acababa toda aquella mierda. Aplaudan mi tolerancia.

Versa el estrafalario guión sobre una parejita que se hace trizas. No les diré el motivo para no destrozarles la expectativa pero, sin son cautos, ahoguen ahora que están a tiempo esa expectativa, corran de ella, huyan. El caso, entrando en materia, es que la chica de la pareja (Juno Temple) se esfuma, nadie sabe nada, ni el propio protagonista (Daniel Radcliffe), al que, en un orden de cosas totalmente razonable y lógico -entiéndase la ironía-, después de tirarse a una camarera, le salen cuernos (a él, sí). Y la peña comienza a confesarle conspicuos pensamientos que los reconcomen en su fuero más interno. O a pedirle consejo, no me queda del todo claro porque la cosa en el momento de su visionado se representa tan absurda que cualquier análisis, mucho más si este es a posteriori, no puede transcribirse y que suene medianamente sensato.
El chico, notorio pagafantas, intenta reconstruir la desaparición de su amada, comenzando un proceso en el que, además del crecimiento de sus cuernos (va a consultar a un especialista que termina tirándose a su ayudante delante de él; siento el spoiler pero era necesario comentarlo), se cuelga una serpiente al cuello, se provee de una horquilla (para los metropolitanos: Un apero de labranza con forma de tridente) y tomada conciencia de su papel, ala, a ajusticiar se dijo.

Yo era plenamente consciente de la porquería que me estaba tragando pero seguía sin despegar mi mirada de la pantalla. Es que era tan mala que escapaba de ese calificativo; no podía evaluarse, traspasaba el límite.
La persona que me acompañaba, previa reprimenda preguntándome qué carajo había puesto, confesó que era la película más mala que había visto en su vida. En su vida.

Por si fuera poco, por si no hubiera habido bastante, después de tan tremebunda y desconcertante basura, los artistas encargados de la elaboración de la película, dudosos de si no podrían hacer algo más, de si le quedaría un rescoldo a la crítica, brindan sin complejo alguno un desenlace sentimentaloide y ñoño. Con dos cojones.

Como conclusión ante el descalabro, solo me resta una pregunta. Impávido ya ante porquerías (he visto alguna que otra y no me asustan), el interrogante que me empuja es: ¿Qué coño hacen actores de la talla y trayectoria de Max Minghella (La Red Social, Ágora) o David Morse (La milla verde, En tierra hostil), o incluso Heather Graham, en semejante bodrio? ¿Qué les han dado? Podría entenderse todavía la presencia de Daniel Radcliffe, desesperado por arrancarse a tiras con proyectos irreverentes y políticamente incorrectos la imagen de Harry Potter, pero los demás, de verdad que se me escapa.

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